Nuestra vida, un breve momento en el océano
En el vasto mar de la existencia, cada uno de nosotros es como una gota de agua. Nacemos, nos elevamos del océano en un acto de separación y nos convertimos en seres individuales. Y en ese instante aparece también el dolor: sentimos la fragilidad de estar solos, la impotencia de depender de fuerzas más grandes que nosotros y la certeza de que nuestro tiempo es breve.
Esa sensación de separación nos atraviesa: a veces con miedo, otras con angustia, con la desesperanza de saber que en algún momento nos evaporaremos, caeremos o volveremos a unirnos con el mar. Pero esa fragilidad no es un error: es la oportunidad de vivir. Solo al salir del océano podemos mirarlo desde afuera, observar sus corrientes, sus luces y sus sombras, y comenzar a comprenderlo.
El significado de ser esa gota
Vivir como gota es experimentar la ilusión de lo separado. Es creer que lo que sentimos y pensamos nos pertenece únicamente a nosotros, cuando en realidad cargamos también con memorias más antiguas: dolores heredados, lealtades invisibles, emociones que no nacieron en nuestra historia personal pero que buscan expresarse a través nuestro.
En ese tránsito, miramos a otras gotas. Y creemos verlas distintas: más grandes o más pequeñas, más claras o más turbias, con un color más vivo o más opaco. A veces nos parecen mejores y sentimos envidia. Otras veces nos resultan amenazantes y sentimos rechazo o miedo. Y en ocasiones las despreciamos, como si fueran de otra naturaleza.
Pero tarde o temprano comprendemos que esas diferencias no son absolutas: dependen de la luz que las ilumina, del ángulo desde el cual las observamos, de la hora del día o del punto del viaje en el que cada una se encuentra. Lo que creíamos tan distinto es en realidad lo mismo que nos habita: todas esas gotas, tan diversas en apariencia, están hechas del mismo océano.
La conciencia que sana
Esa comprensión es el inicio del proceso de sanación. Porque cuando dejamos de creer que estamos separados, también dejamos de luchar contra nosotros mismos. Cada emoción que nos atraviesa (la tristeza, la rabia, el miedo, la alegría) deja de ser un defecto para convertirse en un mensaje. Cada herida propia o heredada deja de ser un peso para transformarse en una oportunidad de liberarse y elegir distinto.
La vida, entonces, se transforma en ese momento sagrado en que la gota descubre que, aun en su fragilidad, es el océano experimentándose en un instante de forma. Que todas sus impurezas, colores, contradicciones y pulsiones no la apartan de la totalidad, sino que la conectan con ella.
El regreso, la muerte
Con el tiempo comprendemos que la vida no es un viaje de ida, sino un círculo. Al morir, no desaparecemos: nos reunimos con el océano del que partimos, nos fundimos en la totalidad y volvemos a la unidad. No es el fin, sino un regreso luminoso a casa, allí donde cesa la ilusión de la separación y se apaga el dolor de sentirnos solos.
La belleza de ser una gota está en haber vivido esa distancia. En haber sentido la fragilidad, el miedo, la envidia, la comparación, y aun así haber descubierto que todo eso nos enseñaba quiénes somos.
Porque la vida no es otra cosa que el instante en el que la gota se da cuenta de que es el océano. Un momento único y sagrado para vivir, sanar, agradecer, reconocer en el otro lo que también late en nosotros… y finalmente regresar al hogar del cual nunca nos separamos del todo habiendo aprendido a reconocernos el todo y agradecidos de lo que vivimos que nos ayudó a despertar.